‘El Cover’ o la revalorización del souvenir
Una vez más, el Festival de Málaga se inaugura con una película buenrollera. El cover, el debut como director de Secun de la Rosa, ha conseguido sembrar la duda en el corazón del crítico más cínico, en esa especie de pájaro de mal agüero a la que suelo pertenecer y que vaticinaba una programación mediocre debido a los obstáculos en la producción ocasionados por la pandemia.
Viendo la ópera prima de De la Rosa, me ha venido un paralelismo quizá un tanto arriesgado dado el talante en las antípodas de su comparado: Viggo Mortensen. Nada tiene que ver por supuesto Falling con El cover, ni a nivel argumental ni estético, pero mientras visualizaba el primer largometraje del americano me asaltó el mismo pensamiento que mientras hacía lo propio con el del catalán: se nota que ambos directores vienen de la actuación porque apuntan directamente al corazón, porque para ellos apelar a la emoción y no andarse por las ramas con vaivenes intelectualoides es lo más importante. De repente, una película menor para la historia del cine alcanza la dignidad de quien puede anticiparse que alcanzará las mieles de Clint Eastwood.
Y es que El cover torpea y tropieza en numerosas ocasiones a lo largo de su metraje por razones casi objetivas -diálogos de noble reivindicación metidos con calzador, fallos en la edición de sonido, dicción disoluta en ocasiones entre el balbuceo y el susurro…- pero consigue salir a flote gracias a que su director tiene muy claro en todo momento que busca realizar una carta de amor a esa ciudad decadente que es Benidorm. Lo fácil hubiera sido lo contrario, ofrecernos una historia de desengaño, de pérdida de la ilusión y caída en desgracia de un personaje que quiere convertirse en una estrella y acaba consumido por la noche farandúlica. Sin embargo, prefiere con acierto prescindir de lo trillado y transitar el camino opuesto, el de un joven ya de entrada decepcionado con un mundo que le resulta categóricamente falso, pero que poco a poco empieza a percibir alma en las actuaciones de esa fauna de imitadores que se ganan la vida copiando a artistas de éxito en garitos infestados de guiris.
Con este (pseudo)musical, Secun de la Rosa busca, en definitiva, provocar en el espectador un sentimiento antiplatónico: elevar lo mimético al estatus de belleza y verdad, ver qué hay de atrayente tras el pastiche de una noche de karaoke y verbena, convertir en artistas de trinchera a todos aquellos que los irónicos irredentos llamaríamos intérpretes de tercera por dedicarse a versionar la obra de otros “mejores”; encontrarle valor al souvenir. Lo consigue por momentos gracias a la naturalidad e inocencia -a veces caída en mera bobería- con la que su elenco consigue dotar a ese coro de fracasados que, paradójicamente, triunfan al seguir intentándolo. También su objetivo se cumple gracias a una fotografía certera que satura -a veces en exceso- románticamente las luces de la ciudad y las pistas de baile.
Habrá quien cambie, sin equivocarse demasiado, certera por tramposa, ya que la imagen sirve a la mirada de un autor que obvia el fango capitalista en favor del brillo que conlleva toda su parafernalia. Quizá, pero habrá que recordarle que cada uno es libre de sublimar lo que le produce fascinación. Unos lo hacen con Marx y otros con Antonio Vega.
Estreno en cines: 23 de julio.